Mi actitud me hizo pensar en la de los jóvenes que a menudo veía pulular entre estas mismas mesas. ¿Acaso ellos no tratan por todos los medios encontrar el sitio que
les permita ser lo que son, o lo que ellos creen que son?, me dije retomando de nuevo mis divagaciones sobre la existencia. Quizá con su rebeldía y el alboroto que
producen con sus motos sin importarles las molestias que puede causar a los demás, intenten encontrase a sí mismos ensayando el rol que ellos creen que deben representar.
Incluso fabricándose, según su imaginación, las identidades que más les interesa mostrar en determinados momentos, consiguiendo erigirse, no sea más que por un instante,
en esos héroes de terraza que dejan de serlo nada más alejarse de ella, concluí satisfecho de mi análisis.
No queriendo seguir divagando sobre estos temas que ya conocía a donde podían llevarme, opté por pensar en otras cosas. Simulando arrellanarme cómodamente en
mi asiento eché un rápido vistazo a mi alrededor. Así pude observar que el camarero, que seguramente estaría extrañadísimo por haber presenciado mi espectacular
bailoteo entre las mesas buscando asiento, fingiendo mirar las palomas que revoloteaban a su alrededor, me miraba fijamente. Desde la distancia me pareció un
chico joven, sin duda un poco pasota ya que, por sus tranquilos ademanes, no parecía concederle ninguna importancia a mi extraña peregrinación por su terraza.
Claro que, sin duda, acostumbrado ya a los caprichos de algunos clientes, especialmente su joven clientela, no encontraría extraño mi comportamiento. De repente
al cruzarse nuestras miradas me pareció que me preguntaba si ya podía venir a servirme o debía seguir esperando a que yo hubiese encontrado el lugar definitivo.
Sin concederle ninguna importancia al gesto algo burlón que me pareció detectar en su mirada, tras hacerle un ligero movimiento de asentimiento con la cabeza,
aparté mi mirada de él para dirigirla con marcada displicencia al conjunto de la solitaria plaza. No habían transcurrido ni cinco segundos que, sin duda
habiendo calculado que ya no me movería de aquella mesa, se dirigió a mí con ese excesivo respeto que cualquier avispado camarero suele emplear con los
turistas susceptibles de dejar buena propina. Yo, que estaba seguro de no parecer un turista, no sólo por el usado caballete que me acompañaba, sino por
la seguridad que imprimía a todos mis actos, replique a su posible vacilona actitud con la sonrisa del que ya está de vuelta de posibles sarcasmos.