Sin poderlo evitar, de pronto, mi irónica manera de ver las cosas me impuso reflexiones algo más serias. No sabría decir porqué, pero me dio por pensar que yo, como materia también,
era como el aluminio y plástico que componían aquellas sillas. Aunque con estructura y porcentajes distintos yo también era materia que tenía que conformarme con ser lo que era.
¿Acaso nosotros no estamos obligados también a aceptar la vida que se nos otorga, independientemente de nuestra voluntad, y también sin saber el motivo?, me dije continuando con
mis extrañas divagaciones sobre un tema que sólo conseguía embarullar, aún más, la idea que yo, debido a mi enfermiza infancia, tenía sobre la existencia. ¿Es que se puede llevar
la contraria a la naturaleza cuando ésta decide componer con la misma materia animalitos tan diversos, entre los que nos encontramos nosotros? Desde luego que no, tuve que admitir
a pesar de sentir la habitual punzada de frustración siempre que reconocía tan amarga impotencia. Quizá sea, para oponernos a esa tiranía, que nosotros los humanos, recurramos
a imaginar que somos parte de gloriosas misiones y destinos imposibles. Incluso algunos, ya con su ego desbocado, con tal de conseguir su momento de gloria y así satisfacer
su desmesurado orgullo, son capaces de recurrir, no solo a cometer acciones deleznables, sino hasta llegar a matar a sus semejantes.
En lo que parece que todos estamos de acuerdo es en que una vaca, por no citar más que a uno de los millones de otros animalitos como nosotros, y hasta hace poco también otros
humanos de razas y colores distintos, no tiene derecho a ser reconocida como un ser igual a todos los demás, y sólo porque todavía sigue desnuda, no utiliza el tenedor
y el cuchillo para alimentarse, y pasa del móvil.
Tal vez porque aún no había desayunado que, de repente, me apeteció hacerlo en una de aquellas terrazas. Todavía con mi cabeza llena de las divagaciones que había estado haciendo
mientras cruzaba la solitaria placita, me senté, así, sin más, en una de las sillas de la terraza que tenía más cercana. Un tanto sorprendido por mi propia acción, enseguida la
justifiqué imaginando el goce que me proporcionaría tomar un café en medio de la tranquilidad que reinaba en esos momentos en aquel lugar. Claro que, apenas había terminado de
sentarme que, de repente, como si obedeciera a un mandato interior, me levanté de aquella silla para ir a sentarme en otra que estaba situada frente a una de las mesas que estaba
más cerca de la puerta de entrada al local. Quizá fuera porque todas las mesas y sillas las tenia a mi entera disposición lo que motivó que, antes de terminar de acomodar el
caballete a mi lado en el nuevo asiento, volví a levantarme para correr a sentarme frente a otra mesa que estaba al otro lado de la terraza. Sin embargo, aunque ahora sin mucha
convicción, todo hay que decirlo, volví a levantarme de aquella especie de silloncito en el que ya creía haber encontrado el asiento definitivo, para dirigirme a otro similar,
pero desde donde yo podía ver la entrada a la cafetería. Fue allí que, tras depositar mi caballete donde no pudiera entorpecer el tráfico de los camareros que, ya sin más titubeos,
me dejé caer en el asiento con la firme decisión de no volver a cambiarme de sitio.