Fue al final de esta pronunciada curva, que ya me encontré frente a lo que yo solía llamar: “mi pequeña placita”. En realidad, ni era pequeña, ni tampoco era una plaza,
sino el irregular espacio que formaba el cruce de varias calles en donde desembocaban varias callejuelas del mismo corte que la mía. Una considerable superficie de terreno
bordeado de varios cafés-restaurantes que, con sus pequeñas terrazas, creaban un lugar muy agradable para pasar el rato tomando algo o, incluso, comiendo o cenando.
Prueba de ello es que no había momento del día, y buena parte de la noche, que aquellos lugares no estuvieran atiborrados de clientes de todo tipo. Fueran visitantes extranjeros,
de ésos que se aventuran a salirse de los acostumbrados senderos turísticos, o habitantes de la zona, el caso es que siempre se podía encontrar allí un bien concurrido ambiente.
Desde luego, no faltaban los jóvenes venidos de otros barrios de la periferia que, a juzgar por su aspecto y las costosas motos que solían aparcar de cualquier manera en un ángulo
de la plaza, no parecían faltarles, ni el tiempo, ni el dinero. Siempre excitados y bulliciosos, sin parecer afectarles lo más mínimo que su inquieta conducta pudiera molestar
a otras personas, a ciertas horas de la tarde y noche, solían ocupar gran parte de las sillas y mesas de todo el conjunto de terrazas.
Me resultaba chocante ver ahora tan concurrido lugar totalmente vacío. Claro que, en domingo, a horas tan tempranas, y en época de vacaciones, casi resultaba lógico la falta de clientes.
Una ausencia que contribuía a que la plaza entera pareciera estar despertándose perezosamente de un profundo letargo. Hasta las sillas, prolijamente colocadas alrededor de sus correspondientes mesas,
daban la impresión de estar bostezando soñolientas y aburridas. A mí, que siempre ando buscando esa verdad que estoy seguro de que se esconde tras las apariencias, me dio por imaginar que estaban
algo tristonas, y si lo estaban era porque quizá eran conscientes de su poco glorioso destino como silla. Tener que resignarse a ser una simple silla pudiendo formar con sus mismos átomos
parte de un intrépido cohete interestelar, no debe de ser nada fácil de aceptar, me dije un tanto guasón imaginando que esa misma materia, pudiendo volar muy alto, tenía que resignarse
a soportar cotidianamente las asentaderas de multitud de gente vulgar.