Creo que fue mi inconsciente el que eligió ese bar y no otro. Como suele suceder con todo lo que acaba siendo trascendental, el azar fue determinante en mi elección.
¿No lo es para todo? ¿Acaso nuestra propia existencia no depende de esa extraña fuerza que nosotros, según el caso, llamamos suerte o fatalidad? Lo peor es que,
ignorándolo todo sobre estos asuntos, nos empeñamos en creer que cualquiera de nuestras acciones es el resultado de un íntimo deseo desencadenante. Sin embargo,
seguimos sin poder comprender la razón de muchos de nuestros propios comportamientos, especialmente aquellos que adoptamos a la ligera y sin reflexionar.
Muchas veces actuaciones fútiles y aparentemente sin importancia, sin considerar que, tengan la trascendencia que tengan, siempre seremos los responsables de sus consecuencias.
¿Hay algo más banal y aparentemente menos trascendental que tomarse un café a las diez de la mañana un domingo cualquiera en la terraza de una anodina cafetería?, puede que no, sin embargo…
Una mañana de un soleado domingo estival, uno de esos espléndidos días tan raros en Paris en los que quedarme en el estudio puede llegar a resultarme insoportable, decidí salir a callejear un poco sin ningún destino en particular.
Claro que, aunque al principio mi intención sólo era dar un paseo para aprovechar tan buen tiempo, enseguida, quizá estimulado por la gran luminosidad que apreciaba a través de mi ventana en un día tan excepcional,
sentí el deseo de llevarme el caballete y un par de pequeñas telas por si veía algo interesante para pintar.
—Nunca se sabe, me dije mientras reunía un tanto precipitadamente los utensilios que estimaba como imprescindibles. No es que tuviera verdaderos deseos de utilizarlos, pues hacía ya unos días que me
sentía un poco hastiado de pintar, sobre todo, de repetir los mismos temas para satisfacer a buena parte de mis clientes. Ahora necesitaba oxigenarme un poco, y no sólo mentalmente como artista,
sino también físicamente. De todos modos, aunque no estaba muy seguro de pintar durante este inesperado paseo, terminé de reunir junto al caballete lo estrictamente necesario para poder hacerlo
si sentía la necesidad. Para ser sincero, creo que, si cargaba con todos esos bártulos, era simplemente por sentirme acompañado de tan fieles y leales compañeros.
Serían poco más de las nueve de la mañana cuando, delicadamente, cerré la puerta de mi estudio. Con el caballete en la mano crucé casi de puntillas el pequeño patio que me separa de la
calle en dirección de la salida del edificio. Obedeciendo a mi consigna de: vive y deja vivir, procuraba no hacer ningún ruido que pudiera molestar a ese cascarrabias que todo
el mundo tiene al vivir en comunidad. Cuando ya oí el sonoro clic del pestillo de la pesada puerta al cerrarse, ya me encontraba yo a varios metros de distancia bajando alegremente por el centro de la estrecha y empinada calle.